Las hileras de almendros, con sus hojas a medio caer y sus ramas apuntando hacia el cielo tienen algo de resistencia agónica, como si aceptaran el destino pero se rebelaran cuando se hace realidad.
Paseando bajo ellos veo algunas hojas colgadas a la espera de acabar en suelo, donde otras hace días que están por allí aburridas sin que el viento, que jugó tan alegremente en la rama, se tome la molestia de llevarlas lejos.
Paseando bajo ellos veo algunas hojas colgadas a la espera de acabar en suelo, donde otras hace días que están por allí aburridas sin que el viento, que jugó tan alegremente en la rama, se tome la molestia de llevarlas lejos.
Una solitaria almendra se quedó colgada como la O de un abecedario que se empeña en sobrevivir al tiempo. Se resiste a las caricias del viento y a los calurosos ardores que le envía el sol. Nada parece tentarla para abandonar la rama y dejarse caer. Y yo viéndola sola y seca no entiendo el porqué de su resistencia. ¿Qué consigue allá arriba siendo blanco de corrientes y rayos impetuosos? ¿No sería mejor compartir destino con otras, despojarse del andrajoso traje verde y por una vez lucir el leñoso vestido de otoño?
Y otorgándome el papel de un dios caprichoso cambio su previsible final y la arranco. Tan indecisa como el propio destino que no sabe qué hacer con lo que tiene entre manos, la dejo en el bolsillo trasero del pantalón sin decidir si es un premio o un castigo por no dejarse caer.
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