miércoles, 2 de noviembre de 2011

PLANTAS HERMOSAS

Cuando Dios distribuyó su Creación, nuestro país recibió los más bellos árboles de flor. Uno de los más hermosos es, sin duda, el Jacaranda, que por la textura de su fronda delicada como hojas de helécho y, sobre todo, por el azul violeta de sus flores, ha trascendido nuestras fronteras y se lo cultiva en casi todo el mundo. Inclusive, aunque con asombro, lo hemos visto integrando el repertorio de un libro europeo de plantas de interior.
Proviene de la selva tucumano-boliviana, que avanza en el NO de Argentina como una estrecha cuña de norte a sur, atravesando Jujuy y Salta y llegando hasta el sur de la provincia de Tucumán. Se ha difundido de la mano del hombre por todo el territorio -hasta donde las heladas lo permiten- y caracteriza hoy muchos sitios de la ciudad de Buenos Aires, donde con sensibilidad fue introducido por el tan justamente admirado paisajista francés Carlos Thays a principios de siglo.
Su nombre científico es Jacaranda mimosifolia aunque tiene sinónimos como ovalifolia y chelonia y sus nombres comunes son “tarco” y “Jacaranda”.
En Buenos Aires se comporta como un árbol de follaje semi-persistente reteniendo, durante el invierno, sus hojas divididas en folíolos que le dan un aspecto plumoso, sobre ramas algo caedizas de un alto valor plástico. La sombra que proyecta no es muy densa y puede utilizarse como árbol aislado o formando grupos o alineaciones. En ejemplares viejos, el tronco llega a ser algo tortuoso, con estrías finas y de corteza color grisáceo. Su valor más característico es su floración azul violácea, parecida a una bignonia (el Jacaranda pertenede a la familia de las bignoniáceas), que aparece en las ramas desnudas antes de la foliación, lo que acentúa el efecto de color por su pureza. Las flores que caen al piso pueden aportar un valor plástico adicional, sobre todo sobre la granza cerámica de algunas viejas plazas de Buenos Aires. Los colores se ven intensificados, ya que el naranja de la granza es complemen-
tario del azul de las flores. Este efecto puede disfrutarse a pleno en la plaza Rodríguez Peña y, les aseguro, vale al menos una fotografía, para quienes no se animen a tomar los pinceles.
Se asocia muy bellamente con las palmeras, tanto Phoenix como “pindó”, formando conjuntos más hermosos aún si agregamos la presencia de una Magnolia grandiflora.
Desarrolla en todo tipo de suelo pero tiene el inconveniente de helarse cuando es muy joven, por lo que recomiendo protegerlo en los primeros inviernos. Aunque parezca disfrazado como una momia, se envuelven las ramitas con una larga tira de papel y tratamos de no abrir juicios estéticos hasta la próxima primavera. Llega a tomar una altura de 7 a 8 m en una docena de años aunque ejemplares muy viejos superan los 15 m. Al plantarlo, debe tenerse en cuenta, entonces, su tamaño adulto -que no es pequeño-, la persistencia de sus hojas en invierno y el hecho de que no es conveniente podarlo, ni siquiera levemente, porque se arruinaría la floración del año siguiente.
Desde agosto hasta comienzos de la primavera va perdiendo las hojas y florece en noviembre sobre las ramas desnudas, que vuelven a poblarse de hojas en diciembre. Como si fuera poco, tiene otra floración diferente en verano, con todo el esplendor de su follaje.
Lo ataca una cochinilla, asqueroso bicho que enferma también a los aguaribay de Buenos Aires -ante la indiferencia de los responsables- por lo que deberá vigilarse su salud y, en caso de que aparezcan, contraatacar con aceite emulsionable mezclado con un insecticida sistémico.
Se reproduce fácilmente por sus semillas aladas, que se encuentran en el interior de los frutos secos y maduros. Así que le propongo sembrar este año unas cuantas y, si tiene la posibilidad, plantar algunos de estos bellos árboles, con una separación de por lo menos 10 m entre uno y otro, para que desarrollen plenamente.

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