Es mi tercera mañana de trabajo en el albergue. Camino hacia el
oscuro gimnasio hecho de concreto y me dirijo hacia la esquina donde se
encuentran los niños. Antes de que llegue a la entrada, una niña delgada
y sucia se dirige a mi, “Naphtali!” grita Brenda, “¡estuve toda la
mañana esperándote…!” Me muestra un pedazo de papel y se me queda viendo
mientras toma mi mano, con una sonrisa en su cara. Me entrega un
dibujo-el tercero que me entrega en los últimos tres días. Cada
uno de estos dibujos es igual al otro: su casa dibujada en el medio de
un pasto verde con flores, bajo el brillante sol. Le sonrío y le doy un
abrazo. Su dibujo es muy hermoso, pero no se ve de ninguna manera
semejante a su hogar en la realidad. Ella se encuentra en este albergue
porque su hogar verdadero esta a punto de colapsar debido a las
tormentas.
Las lluvias han continuado a lo largo de diez días, y la familia de
Brenda tuvo que ser evacuada de su hogar construido de adobe pues
corrían peligro. Ellos viven al borde de un precipicio, y a medida la
tierra se lavaba por la cantidad de lluvia que caía, su casa se
encontraba más y más en peligro de desplomarse. Cuando el sol finalmente
salió, la mitad de la pared de la cocina de la casa se había desplomado
ya y el resto se encuentra en precarias condiciones-listo para
desplomarse con el próximo temblor o inundación que haya. Ella y su
familia tuvieron que vivir en el albergue/gimnasio por un total de siete
días, junto a un grupo de más o menos 60 personas, todas quienes habían
sido albergadas allí debido a la cantidad de agua que les amenazaba en
sus hogares.
Trabajé en el albergue en Ahuachapán por una semana; y no vi mucho
por lo que Brenda debía andar alegre. Los adultos se sentaban en las
bancas con una mirada de rendición en sus rostros y guardaban silencio
durante horas, mientras tratábamos de jugar con los niños y mantenerlos
ajenos a todo, alegres. Las donaciones recibidas llegaban en forma de
alimentos y víveres, sin embargo los grupos de personas de las Iglesias
venían, daban sus charlas y se retiraban después de una hora. Algunos
empleados de las organizaciones de ayuda tomaban ropa destinada para las
familias evacuadas. El conflicto entre las sesenta y algo de personas
en ese confinado y sucio albergue incrementó a medida transcurría el
tiempo. Y lo peor de todo, cuando las familias debían recoger sus cosas y
las guardaban en bolsas de plástico para regresar a su hogar, algunos
debían regresar a las mismas condiciones de peligro, las que no pueden
arreglar pues no tienen como pagarlo. En su lugar, se unen en oración
para humildemente pedir por protección para sus hogares derrumbados, sus
tierras inundadas y para lograr vivir lo mejor que puedan.
Pero,
¿quienes sufrieron la peor parte de la tormenta? Como siempre los más
pobres. Los hombres y mujeres sin hogar que andan por la calle, tosiendo
y con resfriados, las familias pobres que con el poco dinero que pueden
construyeron sus casas de lámina a la orilla de ríos y lagos, las casas
de adobe apiladas una sobre la otra como filas de dominó y que sucumben
ante la más minima provocación. Yo jugué con niños de doce años de
edad, quienes pesaban menos que algunos niños de cuatro años, peine el
pelo enredado y sucio de algunos de ellos y observe perpleja como
Asistencistas del Gobierno entregaban cepillos de dientes a los más de
la mitad de niños en el albergue con dientes podridos. El primer día,
mientras escuchaba las historias de cada una de las familias, me embargó
la pena camino a mi casa, como si fuera una sombra sobre mi. Yo soy una
mujer pequeña y hay poco que yo pueda hacer ante tanta necesidad. Fui
tentada a quedarme en mi casa y esconderme bajo una colcha, quedarme en
casa leyendo novelas hasta que la lluvia y la realidad de El Salvador se
esfumaran como neblina en la lejanía. Pero le había prometido a los
niños que regresaría, y ellos tenían muy pocas cosas que hacer durante
esos días en el albergue. Peleamos contra el aburrimiento con venganza:
jugamos futbol, cantamos, hicimos algunos ejercicios de yoga que aun
recordaba, hicimos trenzas en el pelo, coloreamos e hicimos cosquillas;
llenando así las horas a medida la lluvia no paraba de caer sobre los
techos. Y luego, finalmente, paro. Nos apilamos en los camiones para
llevar a las familias de regreso a sus comunidades, hicimos el último
dibujo, abrazamos al último de los niños pegajosos y barrimos las
últimas cantidades de basura que quedaron en el piso del gimnasio.
Fui a la comunidad de Brenda a ver su casa al borde del cañón. Era un
complejo de tres casas, una encima de la otra. La primera había
colapsado cuando un muro del vecino le cayo encima, la segunda tenia
rajaduras en sus paredes debido al peso del agua, y la tercera, era la
casa de Brenda la cual estaba a punto de caer al precipicio. Aun así,
los niños se reían a medida nos daban el grandioso Tour por el lugar.
Luis Miguel estaba tratando de obtener un último juego de cosquillas
mientras nos despedíamos. Talvez en cincuenta años, el tenga una hija
quien le pida le cuente historias sobre la inundación del año 2011.
Talvez este tipo de terribles lluvias no regresen el año que viene o el
siguiente y talvez sus hijos solo tengan que felizmente imaginar
tragedias que no han tenido que experimentar. Podemos esperar que eso
suceda ¿o no? Somos muy pequeños frente a tanta necesidad, pero podemos
tener fe y esperar.
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