Jesús hace el bien hasta el último momento. A pesar
del dolor, de las ya escasas fuerzas. Uno de los
ladrones, que se llama Dimas, le defiende y le pide
que se acuerde de él cuando llegue a su
Reino.
- EN VERDAD TE DIGO QUE HOY MISMO ESTARÁS CONMIGO
EN EL PARAÍSO, le responde Jesús.
¡Qué bueno es Jesús! Pero
a su alrededor todavía son muchos los que le insultan
y se ríen de Él. Porque decía que era Dios
y que hacía milagros, y sin embargo ahora no puede
hacer nada por Él mismo. Benjamín y Cayo oyen sus
carcajadas, sus bromas de mal gusto. Pero ellos ya no
hacen caso. Jesús, de nuevo, inclina la cabeza. Mira a
María, y después a Juan.
- MUJER, AHÍ TIENES A
TU HIJO, le dice a María.
- AHÍ TIENES A TU
MADRE, le dice a Juan.
María es ya nuestra Madre, y
nosotros sus hijos. El regalo que Jesús nos hace es
incalculable, el mejor de los tesoros: la ternura de su
propia Madre.
De pronto el cielo se pone muy oscuro, como
boca de lobo. Los dos niños se abrazan al vestido
de María, temerosos. Y oyen a Jesús que clama:
- DIOS
MÍO, DIOS MÍO, ¿POR QUÉ ME HAS DESAMPARADO?
Es el colmo
de la soledad. Hasta su Padre Dios le abandona. ¿Cómo
imaginarnos este desamparo? Está solo, solo, sin nadie, colgado allí,
en medio de las tinieblas. Y lo hace por nosotros,
porque nos quiere.
- TODO ESTÁ CONSUMADO. PADRE, EN TUS MANOS
ENCOMIENDO MI ESPÍRITU.
Ha muerto. Jesús ha muerto. La tierra tiembla
y se abren los sepulcros. “Muchos cuerpos de santos que
habían muerto resucitaron”. El oficial romano y los demás soldados
tienen miedo. Mario dice:
- “Verdaderamente, éste era hijo de Dios”.
Llora
María, llora Juan, lloran Cayo y Benjamín, lloramos nosotros. ¿Qué
hacer? Abrazarnos a María. Nada ha sido inútil, nada de
lo que se hace por amor es inútil. Porque Jesús,
sobre todo, nos enseña a querer. Y el pecado y
la muerte ya no pueden nada contra nosotros, niños, hijos
de Dios.
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