¿Hay algo para cambiar en el territorio público? ¿Vale la pena 
accionar en el ámbito de la política? Posiblemente sí, siempre y cuando 
incluyamos los cambios personales y recuperemos la capacidad de amar al 
prójimo. El “prójimo” es alguien muy cercano. Es nuestra mascota. Es 
nuestro hermano. Es nuestro compañero de oficina. Es nuestro hijo. Es 
nuestra ex suegra. Pero ¿hay que llevarse bien con todo el mundo? No, 
sería estúpido pretenderlo. Sin embargo, lo que sí podemos hacer es 
comprendernos y compadecernos del niño que hemos sido. Entonces podremos
 comprender y compadecer incluso a quienes nos hacen daño, a quienes hoy
 no nos cuidan, a quienes nos maltratan en la actualidad sin darse 
cuenta.
Si no asumimos individualmente la responsabilidad de comprendernos y 
comprender al prójimo, no habrá cambio posible. No hay movimiento 
político ni régimen gubernamental que haya demostrado jamás que la 
solidaridad pueda instalarse de manera sistemática entre los seres 
humanos a nivel colectivo. No hay cambio político posible si creemos que
 se trata de pelear contra nuestros contrincantes. Eso no tiene nada que
 ver con un posible orden amoroso a favor de las comunidades. Las peleas
 y las “luchas” políticas no le sirven a nadie, salvo a quien necesite 
alimentarse de alguna batalla puntual o a quienes anhelan detentar más 
poder para salvarse.
Entiendo que a todos nos interesa aportar un granito de arena a favor
 de un mundo más amable y ecológico, más solidario e igualitario, más 
interesado en elevarnos espiritualmente, intelectualmente y 
creativamente. Para ello, tenemos que comprender que las luchas 
personales sólo fueron recursos de supervivencia en el pasado, pero que 
hoy no tienen razón de ser si las comprendemos dentro del contexto de 
nuestras experiencias de desamparo.
Estoy convencida que las revoluciones 
históricas se gestan y se amasan adentro de cada relación amorosa. Entre
 un hombre y una mujer. Entre un adulto y un niño. Entre dos hombres o 
entre cinco mujeres. En ruedas de amigos. En el seno de familias 
solidarias. Si no conocemos ninguna, es hora de ponernos esa 
responsabilidad al hombro. Esta es la ocasión perfecta para detectar los
 mecanismos de supervivencia que han sido imprescindibles cuando fuimos 
niños, pero que ahora se han convertido en un refugio caduco. Es momento
 de utilizar las herramientas con las que sí contamos, comprendiendo y 
agradeciendo aquello que hemos sabido hacer en el pasado. Ya está. Es 
tiempo de madurar. Hoy tenemos la obligación de ofrecer nuestras 
habilidades, nuestra inteligencia emocional y nuestra generosidad al 
mundo, que tanta falta le hace.
 
 

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