
Este destino concentra una fuerte oferta  hotelera, de compras y diversión, con bares, restaurantes y centros  nocturnos, además de ser un sitio atractivo para el segmento de  congresos y convenciones, con su vanguardista World Trade Center, uno de  los centros de exposiciones más avanzados del país.
Por Gustavo Armenta
Las ciudades porteñas tienen un sabor especial. En ellas flota un  perpetuo aroma   de bienvenidas y adioses, con toda su carga de alegría  y melancolía. Sus muelles   son una ventana al mundo. Uno puede  quedarse durante horas mirando el mar que   parece infinito,  hipnotizarse con la perfectamente delineada raya del horizonte,   donde  el océano se eleva hasta tocar el cielo y donde el cielo se agacha para    refrescarse en altamar. El agua se va metiendo lentamente en los ojos  de quien   observa, como una pecera cuando se llena, y en esa agua nada y  bucea la   imaginación al tratar de adivinar todo el mundo que cabe en  esa lejanía que se   esconde y vive tras el lindero azul de cielo y mar  que finge ser el final del   planeta.
 
       La vegetación y la variedad de aves son increíbles
De todos los puertos de México, en ninguno se enciende este  ambiente como en   Veracruz, una vieja ciudad de larga saga histórica,  cuya exaltación perenne vive   impregnada en la piedra de sus muros  coloniales. El Puerto de Veracruz es   tradición y leyenda, barcos que  llegan y se van, marineros fuereños felices de   pisar tierra, costeños  que toman ligera la vida, música a toda hora y bailes de   danzón en la  calle bajo el cobijo del fresco al caer la tarde. Así lo fue   durante  años, durante siglos. Y hoy se mantiene así, pero ya no es un todo, sino    sólo la mitad de una ciudad más grande a la que alcanzó la  modernidad.
 
       Museo de la Marina
Había ido por última vez a mediados de la década de los 80 del  siglo pasado,   y entonces Boca del Río era un pequeño pueblo de  pescadores que crecía cerca del   Puerto, pero era una localidad aparte,  que aún ni siquiera alcanzaba el rango de   ciudad. En esos días, el  imán lúdico de Veracruz era tan grande, que   difícilmente alguien de  paso se proponía visitar los alrededores.
Pasaron varios años y regresé al Puerto hasta mediados de los 90.  Llegué por   carretera, soñando con volver a aspirar ese aire de  tiempos de la Colonia y   envolverme con la locura de sus noches largas y  calurosas, pegajosas y bohemias,   pero al entrar mi sorpresa fue  mayúscula al descubrir flamantes bulevares que se   convertían en pasos a  desnivel entre lujosos fraccionamientos, altos hoteles de   cristal,  enormes centros comerciales y restaurantes de franquicia, todo nuevo y    como recién pintado. Mi sensación fue más de estar transitando por  Miami, que   por el ancestral Puerto donde desembarcara vivo y embarcara  muerto Maximiliano   de Habsburgo.
 
       A la orilla, las "pangas" esperan por los turistas
La realidad era que aún no llegaba al Puerto. En mis años de  ausencia,   Veracruz y Boca del Río habían ido creciendo hasta juntarse.  Un día amanecieron   conurbadas y desde entonces son una misma  metrópoli, pero con personalidades   distintas.
En el Puerto de Veracruz vive la memoria del pasado, y en Boca  del Río bulle   la actualidad y el futuro. Ciudad añeja y ciudad  moderna, se conjugan para   formar un mismo destino disímbolo.
La transformación
     Boca del Río también tiene su pasado. Se llama así porque se  localiza en la   desembocadura del río Jamapa en el Golfo de México. Su  nombre prehispánico es   Tlapamicyntla  -“Tierra Partida”-, nombre con  el que aparece en el Códice   Mendocino, cuando los mexica dominaban la  región; los españoles la rebautizaron   como “Río de las Banderas”,  debido a que, creyendo que eran enviados de   Quetzalcóatl, los  indígenas los recibieron con banderas blancas a manera de   saludo y  bienvenida. A principios del siglo XVII el obispo dominico Alonso de la    Mota la llamó Boca del Río; en 1879 obtuvo la categoría de Villa y no  fue sino   hasta enero de 1988 que recibió el rango de Ciudad
 
 

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