"Soy y he sido un escritor religioso, la totalidad de mi trabajo como escritor se relaciona con el Cristianismo, con el problema de llegar a ser un cristiano verdadero". Kierkegaard.
No es inútil ni superfluo preguntarse por qué el filósofo danés Sören Aabye Kierkegaard (1813-1855) ha tenido una repercusión tan amplia y variada en el mundo filosófico y cultural de nuestra época. Lo han citado pensadores de las corrientes más diversas, lo mencionaron y siguen mencionándolo columnistas de prensa y creadores de novelas, lo hicieron suyo gentes tan dispares como Martin Heidegger o Miguel de Unamuno. Tal vez se deba a que el aspecto seductor de Kierkegaard, conocido también como "el poeta de Dios", además de residir en determinados contenidos, se encuentra también en la fuerza y la pasión con que transmite sus convicciones.La filosofía contemporánea le debe a Kierkegaard el descubrimiento de términos que adquirieron a partir de él un significado propio y que contribuyeron a forjar la identidad del hombre moderno. Quizás el más celebrado de todos sea el de angustia, la cual está vinculada por los existencialistas -- de los que Kierkegaard fue exaltado precursor -- a una forma de desesperación que conlleva a la sensación de absurdo. Una sensación que Kierkegaard propone superar por medio de la Fe irreductible e irracional en Dios.
Sin embargo, un tema muy recurrente en los escritos de Kierkegaard y que, sin embargo, ha sido muy poco considerado por sus biógrafos, es el del amor, que es esa fuerza espiritual interior que permitirá a quien se arriesgue a buscarla realizar un salto más allá de toda duda e incertidumbre racional para ubicarse en las puertas de la auténtica Verdad.
Según Kierkegaard y los existencialistas, el hombre sufre una sensación de angustia no solamente por el terror de saberse mortal, sino sobre todo por el presentimiento de la nada. Esto provoca en el hombre una conciencia de soledad y un estado de separación al saberse desvalido frente a las fuerzas de la naturaleza y de la sociedad. La necesidad más profunda del hombre es, entonces, la de superar su estado de separación, de abandonar la prisión de su soledad y de lanzarse a la búsqueda de lo Absoluto, lo cual consigue por medio de la Fe y del Amor.
Este deseo de fusión interpersonal y trascendental es el impulso más poderoso que existe en el hombre. Constituye su pasión más fundamental, la fuerza que sostiene a la raza humana. La incapacidad para alcanzarlo significa destrucción. A propósito de esto escribe Kierkegaard:
Tanto dentro del Cristianismo como fuera de sus dominios, el amor está anclado en la más honda interioridad y quizás por ello el amor puede lograr la absoluta igualdad entre los humanos. En este sentido, Kierkegaard distingue tres elementos en el dinamismo del amor: el amante, el amado y lo que está entre ellos. El "tercero" en el amor, donde se trasluce la presencia de Dios, no lleva a la aniquilación del amante ni del amado, sino a su total transfiguración. Lo percibimos en una expresión donde el amor de sí queda vinculado al amor del prójimo y a la felicidad que nace de esta fusión.
Tres son según Kierkegaard los estadios que se abren a la decisión de cada individuo a fin de apropiarse existencialmente del saber de la vida: el estadio estético, el estadio ético, y por último, el estadio religioso. Precisamente uno de los dominios donde mejor está desarrollada esta esquematización en estadios es el del amor.
El estadio estético valora el goce y la temporalidad y es propio del hedonista o del romántico, que obedece totalmente a imperativos del instante, a deseos y placeres que se multiplican indefinidamente sin otra alternativa que la función de la inmediatez. Aquí el hombre vive por entero en el presente, sumergiéndose en él, pero sin profundizar en él, perdiéndose a sí mismo en las sucesivas sensaciones de lo momentáneo. El único amor que puede sentirse en el estadio estético es el amor sensual, un amor atiborrado de erotismo y seducción pero que nada tiene que ver con las categorías de reflexión, de conciencia, de compromiso, de deber, ya que está sumido de lleno en la pura experiencia estética y sensorial. Kierkegaard ejemplifica este tipo de amor con la figura mítica de Don Juan, cuya energía surge del puro deseo sexual.
Para dotar de firmeza al amor se precisa pasar a la esfera del estadio ético, donde el deber sitúa al amor en un clima adecuado, ya que en lugar de disminuir la potencia amorosa declara santo y bueno todo lo que procede del amor. El estadio ético está más pleno de valores absolutos y generales, de vocación y de deberes que se cumplen en la persona. En esta fase se da la subordinación a la ley moral universal, la vida se vuelve coherente al quedar gobernada por normas morales aceptadas por la comunidad. Ahora, el compromiso de fidelidad en el amor resalta mejor la fuerza de la libertad. El modelo que ejemplifica este tipo de amor es Agamenón que, según Homero, sacrificó a su hija Ifigenia de acuerdo con las normas del pueblo griego a fin de aplacar las iras de los dioses. Por eso, el problema de este estadio es que la conducta moral tiene sus razones que pretenden ser universales y necesarias y la singularidad de cada uno queda aquí desdibujada y hasta perdida.
Lo importante, entonces, radica en traspasar ese umbral y lograr plantearse de una manera diferente el acceso al manantial donde se halla el secreto de la existencia. De ese modo se lograrán romper las barreras del amor sensual, ese amor magníficamente cantado y celebrado por los estetas, para sumergirnos en el suave susurro de otro amor, el que nos transporta a los dominios de la eternidad, de lo divino y de Dios mismo. Nos encontramos así en el estadio religioso, en donde no tiene cabida la racionalidad, sino el salto al vacío de la Fe, al imperativo religioso. La Fe va más allá del ideal ético de la vida. La figura que mejor encarna este estadio para Kierkegaard es Abraham, quien está dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac porque así se lo ha pedido Dios. Abraham se ofrece así a Kierkegaard como el caballero de la Fe porque encarna la antinomia de "convertir un crimen en acción santa y agradable a Dios", al precio de un amor que es infinito, de una esperanza que también es infinita en la trascendencia de su objeto y de su acto.
Rafael Larrañeta, biógrafo de Kierkegaard, nos habla de su legado en los siguientes términos:
A modo de conclusión, podemos decir que la voz de Sören Kierkegaard no fue la voz que clamaba en el desierto, sino la voz que allanaba los caminos, que abría las veredas, que traspasaba las montañas; que supo comunicar con pasión y convicción su visión de la existencia tratando de alcanzar esas metas que intentan vincular lo mejor del corazón humano con ese gozo que muchos califican de divino y que recibe el nombre de Amor. Por eso es que su pensamiento no perderá actualidad en un mundo que, en ocasiones, pareciera inclinarse únicamente por el amor estético sin darse cuenta de que tiene delante de sí el gran reto de saltar hacia la Divinidad.
Fernando Rodríguez Doval
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