Reconciliaciones      
Me  encuentro de nuevo, después de largos años, en la sala II de la Unesco,  en el edificio central de la Plaza de Fontenoy de París. Aquí se  respira el ambiente, la expectativa, de los grandes homenajes  unesquianos. Uno puede sospechar que el recinto está lleno de  diplomáticos multilaterales, de profesores eruditos, de gente curiosa:  residentes del barrio junto a tribunos exaltados, a oradores  improvisados, quienes, con el pretexto de hacer una pregunta, nos  lanzarán discursos encendidos, impresionantes arengas. Se trata, esta  vez, de conmemorar la voz de tres grandes del siglo XX, tres autores que  no se limitaron a ser poetas puros, que se comprometieron en las luchas  decisivas de su tiempo: el bengalí Rabindranath Tagore, nuestro Pablo  Neruda, y el gran poeta de las Antillas francesas, cuyos libros fueron  ilustrados por Pablo Picasso y por Wilfredo Lam, Aimé Cesaire. El evento  lleva un subtítulo sugerente: Por lo universal reconciliado. Estos  rapsodas del Tercer Mundo, de la periferia de Occidente, presentaron  visiones convergentes, cercanas a la naturaleza del Oriente, de las  Antillas, de los bosques y mares del sur de Chile, y tocaron temas  comunes, que se podrían resumir en los de la emancipación y la  solidaridad humanas: Tagore en los primeros pasos de la descolonización  de su región, cerca de la lucha pacífica de Mahatma Gandhi; Neruda en  Alturas de Machu Picchu, en su invención de un nuevo indigenismo  latinoamericano; Cesaire en su defensa exaltada de la particularidad, de  la diferencia, del derecho a la cultura y a la dignidad de los antiguos  marginados.
Se  escuchan a lo largo de la mañana reflexiones de notable calidad,  aportes originales, aparte de algunas peroratas más bien trilladas. Pero  uno piensa para sus adentros lo que ya pensaba hace años: estos  organismos mundiales tienen su retórica y su majadería, pero si no  existieran, habría que inventarlos. Son necesarios, a pesar de todo. Son  lugares en los que se puede hablar desde el punto de vista de la  universalidad, tan poco frecuente y tan urgente. Neruda, entonces, y  Aimé Cesaire, y Tagore, y sus vastas constelaciones de poesía y de  sentido.
El  último de los conferenciantes, el encargado de trazar el resumen y las  conclusiones de la mañana, es Edgar Morin, uno de los pensadores de la  Francia de hoy más vigentes y provocativos, uno de los pocos que siempre  escuchamos con verdadera curiosidad. Morin nos habla de lo universal y  de lo particular, de lo abstracto y lo concreto, con el brillo, con la  riqueza de referencias a la que nos tiene acostumbrados. Y menciona, de  pronto, para sorpresa de algunos, a Octavio Paz. Podrían añadirse muchos  nombres a esta reflexión sobre lo universal reconciliado, y entre  ellos, dice Morin, el del mexicano que analizó los laberintos mentales  en la relación de México con los Estados Unidos, en esa frontera entre  el Tercer Mundo y el Primero, y que después extendió su examen a los  grandes desafíos que plantea el pensamiento de la India para el hombre  de occidente.
 Como  se sabe, la relación personal entre Pablo Neruda y Octavio Paz fue  difícil, de abierto conflicto. El chileno y el mexicano se conocieron a  fines de la década de los treinta, en un acto de solidaridad con los  republicanos españoles, y se distanciaron en forma que parecía  definitiva, por razones derivadas de la política soviética de entonces,  en los años cuarenta en México. Era una ruptura en apariencia insalvable  y, sin embargo, yo acababa de escuchar en París, de fuente inobjetable,  una historia simple y conmovedora de reconciliación en los años  finales. Se me ocurrió que era interesante comunicarla a la sala, y que  la audiencia heterogénea y los oradores oficiales sacaran sus propias  conclusiones. Lo que me contaron, lo que me contó una testigo cercana,  era que Neruda se encontraba en Londres con Matilde en un octavo piso de  hotel, y que Octavio Paz, asistente a un mismo congreso literario,  alojaba con su mujer en el quinto. Los dos poetas no se habían dirigido  la palabra desde la década de los cuarenta. Pues bien, la mujer de  Octavio Paz, Marie-Jo, subía por la escalera del hotel y se encontró con  Matilde Urrutia, que bajaba. ¡Qué cosa más tonta, le dijo Marie-Jo a  Matilde, que dos poetas como Octavio y Pablo, hospedados en el mismo  lugar, no puedan encontrarse y conversar como personas normales! Las dos  mujeres se pusieron de acuerdo y los poetas se reunieron con la mayor  serenidad esa misma noche. Fue un ejemplo de reconciliación por mano y  hasta por sensibilidad femenina. Hasta hace poco tenía noticias más bien  vagas de este asunto, pero todo se confirmó, también por voz femenina, y  pude tener una visión diferente, más moderna, no sólo de uno, de los  dos escritores implicados. En la sala nadie dijo nada, pero después se  me han acercado muchas personas y me han comentado el episodio. Eso de  que yo mencionara la mano femenina, conciliadora, componedora, les ha  gustado a muchas mujeres. Por su lado, Edgar Morin, que hasta ahí  mantenía una seriedad hierática, me dijo las siguientes palabras  textuales, acompañadas de una amplia sonrisa: Neruda había visto en  España que los mejores organizadores de la defensa de la República eran  los comunistas. Octavio Paz, en cambio, a través de sus viajes, conocía  de cerca los abusos del socialismo real, los del Estado comunista  todopoderoso. Los del Ogro Filantrópico, acoté, título de uno de los  grandes ensayos del mexicano. Una escritora y crítica literaria francesa  pidió la palabra y celebró con entusiasmo la reconciliación de Pablo  Neruda con Octavio Paz. Otros, de acentos chilenos, que en lugar de  preguntas habían formulado declaraciones de guerrilla política,  recogieron sus bártulos y se retiraron en silencio. Habían descubierto  que el horno no estaba para bollos. Ni para bodrios. 
 
 

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