“En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “No todo el que dice ¡Señor, Señor!, entra en el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre, que está en los cielos. Aquel día muchos dirán: Señor, ¿no hemos hablado y arrojado demonios en tu nombre y en tu nombre hemos hecho muchos milagros? Entonces yo les diré: ‘No os conozco. Alejaos de mí, los que habéis obrado mal.
El que escucha mi palabra y la pone en práctica, se parece al hombre prudente que edificó su casa sobre roca; vino la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa, pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca. Por el contrario, el que escucha mi palabra y no…” (Mt 7,21-27).
El EVANGELIO, según San Mateo, relata la parábola del hombre, que construye su casa sobre roca o sobre arena. Con la parábola, según su costumbre, expone las consecuencias de edificar sobre roca y, sin reflexionar, construir en arena.
También, el libro del Deuteronomio (Dt 11,18.26-28), presenta la necesidad e importancia de escuchar la Palabra de Dios. Yahvé por boca de Moisés, propone al pueblo la opción de los dos caminos: “Yo les pongo delante la bendición o la maldición”. Se inserta, pues, en el viejo dilema de la elección que ha de hacer el hombre en su caminar, depende de la actitud de escucha o no de los preceptos del Señor. El hombre decide andar por el bien o el mal; según el camino que elige, tiene su salvación o perdición
Esta perícopa representa la conclusión del texto deuteronómico sobre la alternativa que impone la misma vida. La obediencia a la Ley de Dios comporta la bendición y la vida, la desobediencia la maldición y la muerte. Los Preceptos de Dios exigen una toma de conciencia, en cuanto que ponen al hombre en la necesidad de seguirlos y hacerlos operativos con una postura positiva, para ganar la vida y la salvación. En la encrucijada surge un principio fundamental: el bien conduce a vivir, el mal, a morir; hacer el bien lleva al bien, hacer el mal, al mal. El mal mata y el bien vivifica.
La propia economía de la redención corrobora este discurso, que reclama reconocerse constantemente pecadores perdonados y redimidos. Cristo se ha hecho maldición, para sacarnos de la muerte, ha cargado con nuestra maldición, para traernos la bendición (Gal 3,13-14). Hay que apropiarse la redención mediante el sí operante al Señor, mediante la propia fe, esperanza y caridad. Se ha de optar por la invitación del Deuteronomio de grabar la palabra de Dios en el alma y en el corazón, que debe permanecer viva y presente en el horizonte interior en cumplimiento de la voluntad de Dios.
Jesús ratifica y explicita lo que la Ley de Moisés dijo hace mucho tiempo: Mi alimento es hacer la Voluntad del que me envió. La bendición es obedecer los mandamientos del Señor tu Dios y la maldición ir en pos de otros dioses que no se conocen y apartan del camino. Seguir a los falsos profetas de estos tiempos es ir contra Dios y en pos de los “ídolos. Los falsos dioses y sus ídolos acarrean la ira de Dios, como experimentó el pueblo de Israel al adorar al becerro.
Puede hallarse una tercera dirección, la de la indiferencia, el pasotismo. Pero de este compromiso nadie puede desentenderse. Es la encrucijada entre dos caminos y no queda más remedio que elegir uno. En la época de Moisés, los pueblos sufrían la tentación constante de abandonar a Dios por la idolatría. Hoy la tentación subsiste, aunque más sofisticada; los ídolos son personas y cosas; se adora públicamente el afán de poder y de dominio y la codicia desenfrenada de los bienes temporales. El hombre del tiempo presente ha de elegir entre Dios y el dinero, ese constante símbolo de todo poder y dominio.
San Pablo, en su carta a los romanos (Rm 3,21-25.28), habla del contraste entre la Fe y el cumplimiento de la Ley. El hombre se justifica por la fe y el que es justificado por la fe necesita expresarla con las obras que conducen por el camino de la bendición.
Desde la Reforma Protestante esta “aparente” oposición entre Fe y obras ha sido uno de los argumentos de división entre los Católicos y los Cristianos Protestantes; en efecto, era “aparente”, pues ya a finales de siglo, esta diferencia quedó resuelta con la “Declaración Conjunta sobre la Doctrina de la Justificación” firmada en 1997 entre Católicos y Luteranos. “Por medio de la fe en Jesucristo, la actividad salvadora de Dios llega, sin distinción alguna, a todos los que creen en El”. San Pablo, dirigiéndose principalmente a los judíos convertidos a Cristo, se opone a la Ley de Moisés que imponía la observancia de prácticas, ceremonias, ritos y costumbres atosigantes.
La Fe debe ir acompañada de obras, que son resultado de la Fe. La primera de esas “obras” es nuestra confianza absoluta y constante en Dios, pues Fe sin confianza no es Fe. Y la Fe no es solamente adhesión de nuestro entendimiento a Dios, sino también adhesión de nuestra voluntad a la Voluntad de Dios, como dice Cristo en el Evangelio de hoy. La mayor y más importante obra de Fe y le mejor respuesta a la Fe, que es regalo de Dios, es buscar y cumplir en todo su Voluntad. La justificación es obra del Dios Trino; sólo en la gracia mediante la fe en Cristo y su obra salvífica y no por algún mérito nuestro, somos aceptados por Dios y recibimos el Espíritu Santo que renueva nuestros corazones, capacitándonos y llamándonos a buenas obras.
En este texto, San Pablo censura la falsa seguridad del legalismo, que consiste en vivir en la idea de hacerlo todo perfecto; el legalismo conduce a creer que siempre se tiene razón. La salvación no proviene de tener siempre razón. Dios no salva por la corrección; Dios no nos ama por nuestra amabilidad. Dios nos ama por su Hijo; Jesús, es la roca de redención.
En el relato de San Mateo, Jesús enseña a sus discípulos a poner mucha atención a su palabra para practicarla y cumplir la voluntad de Dios. El énfasis está aquí: “El que escucha mi palabra y la pone en práctica”. Esta perícopa pertenece a la conclusión del Discurso de la Montaña, en la que Jesús inserta dos amonestaciones que refrendan y perfeccionan le palabra de la primera lectura.
Jesucristo indica que hay que tomar una decisión, entre dos caminos: “Escuchar” y “actuar”, hablar o hacer, escuchar su palabra solamente o escucharla y ponerla en práctica. No es que esté mal alabar a Dios o hablar de Él, lo que está mal es pensar, que por eso puedo dejar mis obligaciones a un lado. Jesús quiere mover a sus discípulos a la acción. Está bien escuchar a Dios y alabarlo con oraciones, pero toda escucha y toda alabanza debe de ir acompañada por una sincera búsqueda de la voluntad de Dios. Por eso, dice que puede acontecer, que se escuche y no se actúe y, entonces, eso es igual que edificar sobre arena. Escuchar sus palabras y no ponerlas en práctica significa que “cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa y se hundió totalmente”. Y ya no valdrá gritar: “Señor, Señor”, porque lo que vale ante Jesús es “cumplir la voluntad del Padre que está en el cielo”. Lo que Jesús pide es escuchar y cumplir.
En el mismo orden se coloca el hecho de actuar sin haber escuchado primero. En este caso se actúa según el propio criterio y se puede caer en el activismo, como señala el evangelio: “Aquel día muchos dirán: Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre y en tu nombre echado demonios y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?”. Y entonces, como no se supo escuchar primero, se tendrá que oír la terrible palabra de Jesús: «Yo no os conozco»; es terrible oír un día esa dura reprobación de Jesús; por eso, dice que entrarán en el reino de los cielos los que cumplan la voluntad de su Padre, a los que no la cumplen, los rechaza: «Alejaos de mí, malvados». Jesucristo espera paciente y lleno de amor una respuesta positiva en la entrega total. Y es que el que no escucha a Jesús que nos habla del Padre Celestial, del que debemos cumplir su voluntad, nunca podrá llamarlo Padre y rezar un verdadero «Padrenuestro».
Jesús exige no solamente escuchar su palabra, sino adherirse coherentemente a ella; y lo exige, porque Él mismo no hizo otra cosa más, que someterse con la obediencia del Siervo Paciente y cumplir la voluntad de Dios, siendo el Hijo de Dios. La fe se ha de vivir «con obras y en verdad» (1Jn 3,18). El cristianismo no es una ideología, ni un simple programa ético, sino y, sobre todo, un encuentro personal con la Palabra. Así, Juan Pablo II afirmaba que el fundamento de la moral cristiana consiste precisamente en el seguimiento de Cristo. El cristiano, porque tiene la palabra de Jesús, no puede distraerse y «construir su casa sobre la arena». Ha de estar atento, reflexionar y no caer en la sin razón de hombres derrumbados (cf. Mt 7,26-27). Una sociedad sin Dios o alejada de la ley de Dios es gente encallada, desorientada y vacía de esperanza; el hombre que se aleja de Dios, se halla también lejos del hombre. En cambio, es feliz el hombre que ama al Señor y cumple con amor su ley; es como «un árbol, que da su fruto a su tiempo y jamás se marchitan sus hojas» (Sal 1,1-3).
El hombre prudente construye su casa sobre roca. La casa es el edificio de la propia vida, es la tarea primordial en este mundo. La roca es la realidad única y verdadera: es Dios, origen y fin del hombre y de todo cuanto existe. Cuando nuestra vida, con todas las esperanzas presentes y futuras, se fundamenta en Dios, a pesar de todas las pruebas y tentaciones, permanecerá firme, porque podremos decir, llenos de esperanza: “Sé la roca de mi refugio, un baluarte donde me salve”. Con esa prudencia que enseña el Maestro hay que mirar los bienes de este mundo como medios de subsistencia, dones para el camino, que merecen gratitud, pero, sólo instrumentos de servicio y adoración al Señor del universo.
Jesucristo dice, si queréis ser mis discípulos haced la voluntad de Vuestro Padre, Dios; realizad el programa que he predicado en el monte: rezar, quererse bien, sacrificarse por los necesitados, cumplir el deber, perdonar, amar a los enemigos y confiar siempre en Dios. Es dejar que la Palabra de Dios modele nuestro pensamiento y comportamiento; significa dejarse convertir, renovar siempre nuestra vida y afirmarse día a día en la fe. Así, quien construye su vida sobre la palabra de Jesucristo es un hombre prudente y será llamado sabio, porque construye sobre la roca del amor de Dios, y vendrán los vientos y la tormenta de la indiferencia, de la incredulidad, de la tristeza, pero él resistirá, no podrán derribarlo. Nos pide: “Escuchad la Palabra y hacedla amor y vida”. La santidad es la respuesta activa a la fe.
Camilo Valverde Mudarra
El que escucha mi palabra y la pone en práctica, se parece al hombre prudente que edificó su casa sobre roca; vino la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa, pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca. Por el contrario, el que escucha mi palabra y no…” (Mt 7,21-27).
El EVANGELIO, según San Mateo, relata la parábola del hombre, que construye su casa sobre roca o sobre arena. Con la parábola, según su costumbre, expone las consecuencias de edificar sobre roca y, sin reflexionar, construir en arena.
También, el libro del Deuteronomio (Dt 11,18.26-28), presenta la necesidad e importancia de escuchar la Palabra de Dios. Yahvé por boca de Moisés, propone al pueblo la opción de los dos caminos: “Yo les pongo delante la bendición o la maldición”. Se inserta, pues, en el viejo dilema de la elección que ha de hacer el hombre en su caminar, depende de la actitud de escucha o no de los preceptos del Señor. El hombre decide andar por el bien o el mal; según el camino que elige, tiene su salvación o perdición
Esta perícopa representa la conclusión del texto deuteronómico sobre la alternativa que impone la misma vida. La obediencia a la Ley de Dios comporta la bendición y la vida, la desobediencia la maldición y la muerte. Los Preceptos de Dios exigen una toma de conciencia, en cuanto que ponen al hombre en la necesidad de seguirlos y hacerlos operativos con una postura positiva, para ganar la vida y la salvación. En la encrucijada surge un principio fundamental: el bien conduce a vivir, el mal, a morir; hacer el bien lleva al bien, hacer el mal, al mal. El mal mata y el bien vivifica.
La propia economía de la redención corrobora este discurso, que reclama reconocerse constantemente pecadores perdonados y redimidos. Cristo se ha hecho maldición, para sacarnos de la muerte, ha cargado con nuestra maldición, para traernos la bendición (Gal 3,13-14). Hay que apropiarse la redención mediante el sí operante al Señor, mediante la propia fe, esperanza y caridad. Se ha de optar por la invitación del Deuteronomio de grabar la palabra de Dios en el alma y en el corazón, que debe permanecer viva y presente en el horizonte interior en cumplimiento de la voluntad de Dios.
Jesús ratifica y explicita lo que la Ley de Moisés dijo hace mucho tiempo: Mi alimento es hacer la Voluntad del que me envió. La bendición es obedecer los mandamientos del Señor tu Dios y la maldición ir en pos de otros dioses que no se conocen y apartan del camino. Seguir a los falsos profetas de estos tiempos es ir contra Dios y en pos de los “ídolos. Los falsos dioses y sus ídolos acarrean la ira de Dios, como experimentó el pueblo de Israel al adorar al becerro.
Puede hallarse una tercera dirección, la de la indiferencia, el pasotismo. Pero de este compromiso nadie puede desentenderse. Es la encrucijada entre dos caminos y no queda más remedio que elegir uno. En la época de Moisés, los pueblos sufrían la tentación constante de abandonar a Dios por la idolatría. Hoy la tentación subsiste, aunque más sofisticada; los ídolos son personas y cosas; se adora públicamente el afán de poder y de dominio y la codicia desenfrenada de los bienes temporales. El hombre del tiempo presente ha de elegir entre Dios y el dinero, ese constante símbolo de todo poder y dominio.
San Pablo, en su carta a los romanos (Rm 3,21-25.28), habla del contraste entre la Fe y el cumplimiento de la Ley. El hombre se justifica por la fe y el que es justificado por la fe necesita expresarla con las obras que conducen por el camino de la bendición.
Desde la Reforma Protestante esta “aparente” oposición entre Fe y obras ha sido uno de los argumentos de división entre los Católicos y los Cristianos Protestantes; en efecto, era “aparente”, pues ya a finales de siglo, esta diferencia quedó resuelta con la “Declaración Conjunta sobre la Doctrina de la Justificación” firmada en 1997 entre Católicos y Luteranos. “Por medio de la fe en Jesucristo, la actividad salvadora de Dios llega, sin distinción alguna, a todos los que creen en El”. San Pablo, dirigiéndose principalmente a los judíos convertidos a Cristo, se opone a la Ley de Moisés que imponía la observancia de prácticas, ceremonias, ritos y costumbres atosigantes.
La Fe debe ir acompañada de obras, que son resultado de la Fe. La primera de esas “obras” es nuestra confianza absoluta y constante en Dios, pues Fe sin confianza no es Fe. Y la Fe no es solamente adhesión de nuestro entendimiento a Dios, sino también adhesión de nuestra voluntad a la Voluntad de Dios, como dice Cristo en el Evangelio de hoy. La mayor y más importante obra de Fe y le mejor respuesta a la Fe, que es regalo de Dios, es buscar y cumplir en todo su Voluntad. La justificación es obra del Dios Trino; sólo en la gracia mediante la fe en Cristo y su obra salvífica y no por algún mérito nuestro, somos aceptados por Dios y recibimos el Espíritu Santo que renueva nuestros corazones, capacitándonos y llamándonos a buenas obras.
En este texto, San Pablo censura la falsa seguridad del legalismo, que consiste en vivir en la idea de hacerlo todo perfecto; el legalismo conduce a creer que siempre se tiene razón. La salvación no proviene de tener siempre razón. Dios no salva por la corrección; Dios no nos ama por nuestra amabilidad. Dios nos ama por su Hijo; Jesús, es la roca de redención.
En el relato de San Mateo, Jesús enseña a sus discípulos a poner mucha atención a su palabra para practicarla y cumplir la voluntad de Dios. El énfasis está aquí: “El que escucha mi palabra y la pone en práctica”. Esta perícopa pertenece a la conclusión del Discurso de la Montaña, en la que Jesús inserta dos amonestaciones que refrendan y perfeccionan le palabra de la primera lectura.
Jesucristo indica que hay que tomar una decisión, entre dos caminos: “Escuchar” y “actuar”, hablar o hacer, escuchar su palabra solamente o escucharla y ponerla en práctica. No es que esté mal alabar a Dios o hablar de Él, lo que está mal es pensar, que por eso puedo dejar mis obligaciones a un lado. Jesús quiere mover a sus discípulos a la acción. Está bien escuchar a Dios y alabarlo con oraciones, pero toda escucha y toda alabanza debe de ir acompañada por una sincera búsqueda de la voluntad de Dios. Por eso, dice que puede acontecer, que se escuche y no se actúe y, entonces, eso es igual que edificar sobre arena. Escuchar sus palabras y no ponerlas en práctica significa que “cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa y se hundió totalmente”. Y ya no valdrá gritar: “Señor, Señor”, porque lo que vale ante Jesús es “cumplir la voluntad del Padre que está en el cielo”. Lo que Jesús pide es escuchar y cumplir.
En el mismo orden se coloca el hecho de actuar sin haber escuchado primero. En este caso se actúa según el propio criterio y se puede caer en el activismo, como señala el evangelio: “Aquel día muchos dirán: Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre y en tu nombre echado demonios y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?”. Y entonces, como no se supo escuchar primero, se tendrá que oír la terrible palabra de Jesús: «Yo no os conozco»; es terrible oír un día esa dura reprobación de Jesús; por eso, dice que entrarán en el reino de los cielos los que cumplan la voluntad de su Padre, a los que no la cumplen, los rechaza: «Alejaos de mí, malvados». Jesucristo espera paciente y lleno de amor una respuesta positiva en la entrega total. Y es que el que no escucha a Jesús que nos habla del Padre Celestial, del que debemos cumplir su voluntad, nunca podrá llamarlo Padre y rezar un verdadero «Padrenuestro».
Jesús exige no solamente escuchar su palabra, sino adherirse coherentemente a ella; y lo exige, porque Él mismo no hizo otra cosa más, que someterse con la obediencia del Siervo Paciente y cumplir la voluntad de Dios, siendo el Hijo de Dios. La fe se ha de vivir «con obras y en verdad» (1Jn 3,18). El cristianismo no es una ideología, ni un simple programa ético, sino y, sobre todo, un encuentro personal con la Palabra. Así, Juan Pablo II afirmaba que el fundamento de la moral cristiana consiste precisamente en el seguimiento de Cristo. El cristiano, porque tiene la palabra de Jesús, no puede distraerse y «construir su casa sobre la arena». Ha de estar atento, reflexionar y no caer en la sin razón de hombres derrumbados (cf. Mt 7,26-27). Una sociedad sin Dios o alejada de la ley de Dios es gente encallada, desorientada y vacía de esperanza; el hombre que se aleja de Dios, se halla también lejos del hombre. En cambio, es feliz el hombre que ama al Señor y cumple con amor su ley; es como «un árbol, que da su fruto a su tiempo y jamás se marchitan sus hojas» (Sal 1,1-3).
El hombre prudente construye su casa sobre roca. La casa es el edificio de la propia vida, es la tarea primordial en este mundo. La roca es la realidad única y verdadera: es Dios, origen y fin del hombre y de todo cuanto existe. Cuando nuestra vida, con todas las esperanzas presentes y futuras, se fundamenta en Dios, a pesar de todas las pruebas y tentaciones, permanecerá firme, porque podremos decir, llenos de esperanza: “Sé la roca de mi refugio, un baluarte donde me salve”. Con esa prudencia que enseña el Maestro hay que mirar los bienes de este mundo como medios de subsistencia, dones para el camino, que merecen gratitud, pero, sólo instrumentos de servicio y adoración al Señor del universo.
Jesucristo dice, si queréis ser mis discípulos haced la voluntad de Vuestro Padre, Dios; realizad el programa que he predicado en el monte: rezar, quererse bien, sacrificarse por los necesitados, cumplir el deber, perdonar, amar a los enemigos y confiar siempre en Dios. Es dejar que la Palabra de Dios modele nuestro pensamiento y comportamiento; significa dejarse convertir, renovar siempre nuestra vida y afirmarse día a día en la fe. Así, quien construye su vida sobre la palabra de Jesucristo es un hombre prudente y será llamado sabio, porque construye sobre la roca del amor de Dios, y vendrán los vientos y la tormenta de la indiferencia, de la incredulidad, de la tristeza, pero él resistirá, no podrán derribarlo. Nos pide: “Escuchad la Palabra y hacedla amor y vida”. La santidad es la respuesta activa a la fe.
Camilo Valverde Mudarra
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