No lo hacen, sencillamente, porque son confiados, porque no son capaces de entender que, a cambio de sus servicios, de su fidelidad, el hombre los maltrate, los castigue, los encadene, los encierre, les de muerte por el sólo placer de hacerlo o para vender su piel, en su afán de lucro.
¿Es que no tienen inteligencia los animales? Sí la tienen y la demuestran día a día. Pero en su lealtad al hombre son capaces de sacrificios inauditos. Recuerdo el perro de un campesino que en su desesperación por el hambre fue capaz de comerse poco a poco su propio muslo sin lanzar un gemido, mientras veía a su amo degustar su desayuno. Comía sólo tubérculos silvestres, pero comía sin preocuparse de su perro, que no podía buscar los tubérculos y luego hervirlos antes de comérselos. Después que el campesino terminó de comer y, complacido, se levantó y dio unos pasos acariciándose la panza, el perro, con el hueso del muslo al descubierto, fue capaz de seguirlo sin quejarse y moviendo su cola.
No quiero caer en extremos y justificar que se proteja y mime a los animales que causan daño al hombre porque transmiten enfermedades, muchas veces mortales, como las ratas, los murciélagos y otros tantos. Pero maltratar o tratar con desdén a los que nos sirven y protegen, no lo puedo justificar.
¿Habrá algo más relajante que el canto de las aves? ¿Y cuánto gastan miles de hombres y mujeres en medicamentos, psiquiatras y psicólogos buscando ayuda para conseguir relajarse? Son tan nobles las aves, que a pesar de su tendencia natural a la libertad y a la independencia, algunas son capaces de posarse en el hombro o en la mano de un hombre sin desconfiar.
Hay aves como el ruiseñor, que canta alegremente sobre un árbol, junto a una ventana. ¡Y cuán dulces son sus notas! Pero no transige con su libertad, no concibe ni admite el cautiverio. Por grande que sea la jaula, un ruiseñor sencillamente no la admite. Mientras está prisionero no come ni toma agua. Y tan pronto le queda clara su imposibilidad para recobrar la libertad, se impulsa y se estrella contra los barrotes hasta que se muere.
Otras aves, en cambio, se dejan domesticar. Y no sólo las palomas, los periquitos de amor o las cotorras. He visto hasta águilas domesticadas. Yo mismo viví una experiencia en mi infancia que siempre recuerdo cada vez que veo un pájaro carpintero o visito a mi mamá y veo el frondoso mango del patio y a un lado del mismo un lirio y una minúscula pileta que no sé cómo ha sobrevivido los últimos cincuenta años, a pesar de los arreglos y ampliaciones que se le han hecho a la casa.
Recuerdo una señora campesina a quien llamábamos Capita, que diariamente se detenía en la casa como un respiro a su caminata de 10 kilómetros desde su bohío al pueblo para vender sus productos. Un día me sorprendió llevándome de regalo un pájaro carpintero pichón. Me dijo que sus hijos lo sacaron de la cueva que sus padres hicieron en un cocotero que usaban como nido muy cerca de su bohío.
Yo nunca había tenido en mis manos un pájaro carpintero y no tenía ni la más mínima idea de los cuidados que éste requería. Pero ella me señaló cómo alimentarlo y tenerle agua disponible. Le corté un ala para que no se fuera volando después que creciera y lo ponía a beber agua en la minipileta que construí bajo el mango.
Por la noche, lo dejaba dormir en la cocina sobre cualquier cosa, la estufa, la meseta o la alacena. En la mañana me levantaba temprano y lo sacaba al patio donde le daba de comer y lo mimaba sin descanso; después, cuidadosamente le amarraba un hilo de una de las patas, el otro extremo lo amarraba a una estaquita y clavaba esta junto al mango. El hilo no era muy largo, le permitía cierto rejuego para tomar agua y escalar hasta un metro el tronco del mango.
El pajarito y yo nos identificamos tanto que por la mañana me recibía con mucha algarabía y como premio lo dejaba en libertad sobre el mango mientras iba a la escuela. Con gran destreza el pajarito ascendía por el tronco y en pocos segundos se le veía bien alto, próximo a la cima. A mi regreso le pitaba y el pájaro carpintero bajaba con rapidez hasta la mano que le extendía.
Un domingo en la mañana decidí ir al estadio a ver qué había. No pensaba tardarme, así que amarré mi pajarito a la estaca bajo el mango, en lugar de dejarlo libre. Cuando regresé no estaba en su lugar, cosa que extrañé. Miré hacia las ramas del mango por si se había soltado y había subido en él; tampoco lo vi. Entonces me dirigí a la cocinera y le pregunté por mi pajarito.
Nadie había querido decirme, pero mientras estuve fuera, el gato de un vecino avistó al pajarito carpintero amarrado bajo el mango, se acercó cauteloso y corrió llevando su presa entre los dientes. La cocinera que vio la escena sin poder impedirla corrió tras el gato, que al verse perseguido soltó la presa y siguió huyendo. Pero la fuerza con que clavó sus dientes en la frágil anatomía del pajarito bastó para causarle la muerte.
Ahí estaba sobre una mesa, pero muerto. De haberlo dejado libre sobre el mango no hubiera ocurrido la tragedia.
Lloré todo el resto de la mañana y con mucho esmero lo enterré junto al lirio. Un lirio que se ha negado a envejecer a pesar del paso del tiempo y se mantiene igual que hace 50 años. Sus flores blancas siguen perfumando los huesos de mi pájaro carpintero.
¿Acaso habrá una mejor terapia para el abatimiento, la depresión o el desconsuelo que una relación estrecha con un animal cariñoso?
Los animales nos son útiles de muchas maneras y no reclaman nada a cambio. Cuando mucho, nos hacen llamadas de alerta que debemos tomar en cuenta.
¿Por qué no brindarles cuidados y cariño como compensación por todo lo que hacen por nosotros?
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