La vida práctica del cristianismo, su vida moral, fundamentalmente no consiste en el cumplimiento del decálogo, los Diez Mandamientos. Ellos resumen "la ley natural" y deben ser observados por todos los seres humanos, cristianos o no.
El cristiano, supuesto el cumplimiento de "la ley natural", está regido por "la ley del Espíritu", que es "la ley del amor cristiano":
"Un mandamiento nuevo os doy que os améis los unos a los otros como yo os he amado" (Juan 13, 34).
El Espíritu Santo y el amor cristiano, el "ágape", se identifican, porque amamos a Dios y a los hermanos, los servimos y nos entregamos a ellos con el amor que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (Romanos 5,5). Este amor es distinto del "amor natural" (amor familiar, amical, de solidaridad). Este amor cristiano infunde nuevos bríos al amor natural y traspasa sus límites. Es el amor que nos lleva a amar como Cristo amó: amor que ama a todo ser humano como hermano, amor que perdona, amor que impulsa a la evangelización, amor que lleva a dar la propia vida por los amigos y por los enemigos.
La "ley natural" y todas las leyes de la Creación son ley de Dios y competen a la Iglesia y a los cristianos, aunque no sólo a ellos. Pero la "ley cristiana", la "ley del Espíritu", no se limita a la "ley natural», a las "leyes de la Creación".
Así el cristiano debe respetar las leyes de la Naturaleza, como todo ser humano. De esta ley natural surge una ética, una moral que deben respetar las familias, los políticos, los empresarios, los comerciantes, los profesionales, en fin, todo ser racional.
El cristiano, igualmente, debe recordar continuamente que la "ley del Espíritu" no ha sido dada por Dios para suplantar la "ley natural". Por eso el que no trabaja que no coma, como dicta San Pablo. El Espíritu Santo acompaña, anima y guía ciertamente la evolución, el desarrollo y la historia de la creación y de la humanidad. Para esta parte del Plan de Dios, respeta las leyes y el dinamismo que el mismo Dios puso en la Naturaleza.
En cambio, para la evangelización, la salvación, la santificación, la construcción de la Iglesia, para toda acción pastoral, Dios nos ha dado lo que llamamos "la ley del Espíritu" que es una "ley de libertad", de donde nace una diversidad de dones, de vocaciones, de carismas, de ministerios, distintos de las cualidades naturales y, de donde nace, par tanto, una diversidad de nuevas obligaciones y deberes, según el don espiritual otorgado a cada uno, distintos de las obligaciones naturales.
Así, para poner ejemplo concreto, el negociante cristiano ha de regirse por la ética natural, por los Diez Mandamientos, por el esfuerzo y el trabajo. El Espíritu Santo podrá ayudarlo con sus luces y su fuerza, pero no suplirá nunca la labor humane que le corresponde.
Se puede ser un próspero negociante sin la oración al Espíritu Santo; pero sus riquezas son mal habidas y se evaporarán, si no cumple los Diez Mandamientos. Se puede ser un gran científico sin invocar al Espíritu Santo, aunque sabemos que, de hecho, allí está el Espíritu acompañando la acción científica, sin que el científico necesariamente se de cuenta. Esto mismo se puede decir de muchas acciones de solidaridad y de otras obras humanas más.
En cambio, no se alcanzará la salvación de los pecados, la liberación del maligno, el crecimiento espiritual, la evangelización de los pueblos o la nueva evangelización de los bautizados, sin la ayuda directa del Espíritu Santo. Ahí no es suficiente el esfuerzo humano. Se necesita la oración y la gracia de Dios, dada por el Espíritu.
El cristiano no puede olvidar sus obligaciones y compromisos humanos y naturales para correr alocadamente detrás del Espíritu Santo, porque este no lo quiere; pero tampoco puede limitar su existencia a lo natural y humano, porque se seca y muere, perdiendo así la felicidad de estar en manos del Espíritu.
Pedir el Espíritu Santo
Hay que pedir, mediante la oración individual, grupal o comunitaria, el Espíritu Santo. No basta con conocer su existencia y suponer su acción omnipresente.
"Si pues, vosotros, siendo malos sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan" (Lucas 11,13).
Así lo hizo Jesús, el ungido y lleno del Espíritu: "Y yo pediré al Padre y os dará otro paráclito para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis, porque mora en vosotros y en vosotros está" (Juan 14, 15-17).
Pedir un nuevo Pentecostés y el Bautismo en el Espíritu. Ya el Espíritu Santo era conocido por los apóstoles, moraba en ellos y había actuado en ellos, pero necesitaban el bautismo del Espíritu para perder el miedo, adquirir un nuevo ardor y lanzarse a evangelizar con valentía: "Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la promesa del Padre, "que oísteis de mí: Que Juan bautizó con agua, pero Vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días:..." (Hechos 1, 5). "...Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta los confines de la sierra" (Hechos 1, 8).
La promesa se cumplió en Pentecostés: Mientras oraban con María, la Madre de Jesús, reunidos en un mismo lugar, vino el viento impetuoso y aparecieron aas lenguas de fuego posadas sobre sus cabezas y "quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse" (Hechos 2, 4).
Pedro, enseguida con nuevo ardor y renovada fuerza, junto a los demás apóstoles, empezó a evangelizar, a predicar el Kerygma, a bautizar, a realizar signos y prodigios, a establecer comunidades cristianas, a reunirlas para la oración, la escucha de la palabra y la fracción del pan (la Eucaristía), a constituir nuevos ministerios, como el diaconado, y a organizar la Iglesia (Hch.2).
Orar para pedir el Espíritu Santo sigue siendo hoy, como lo fue ayer, una exigencia habitual de Dios para toda acción evangelizadora, de cualquier tipo que sea esta.
Alma de la Iglesia
No podemos tampoco olvidar el discernimiento. Es verdad que el Espíritu está en todo, pero en todo lo que viene de Dios. Recordemos que hay operaciones humanas y operaciones del maligno. Sería grave dejar de lado esta tarea del discernimiento y olvidar el consejo de Juan: Queridos, no os fiéis de cualquier Espíritu, sino examinad si los Espíritus vienen de Dios (1 Juan 4,1).
No basta tampoco reconocer gozosamente esta presencia del Espíritu en nosotros, en la Iglesia y en todo el universo. Es necesario dar una respuesta, es necesario colaborar con El. El Apóstol Pablo insiste en ello. Si vivimos del Espíritu, andamos también según el Espíritu (Gálatas 5, 25). No andamos según la carne, sino el Espíritu (Romanos 8, 4). Guardaos de entristecer al Espíritu (Efesios 4, 30). No extingáis el Espíritu (1 Tesalonisences 5, 19).
Una visión general de la acción del Espíritu nos muestra que la renovación de la vida según el Espíritu no puede reducirse a los carismas, a la liberación o a este o aquel punto. A decir verdad, es una renovación que abarca toda la vida y cada uno de sus aspectos.
Se nos muestra en esta exposición cómo el Espíritu, en el nombre de Jesús, lo invade todo. Con razón en la tradición de la Iglesia se le llama "alma de la Iglesia".
"De tal modo vivifica todo el cuerpo, lo une y lo mueve, que su oficio pudo ser comparado por los Santos Padres con la función que ejerce el príncipe de vida o el alma en el cuerpo humano" (Concilio Vaticano 11, Lumen Gentium, No. 7).
Prisionero del Espíritu, encadenado del Espíritu, es una hermosa expresión de San Pablo que resume la situación del cristiano y de todo enviado de Jesucristo. Pero, ¡qué prisión! Esa persona tendrá la libertad del viento.
Curiosa paradoja: Es necesario liberar en nosotros al Espíritu para quedar prisioneros del Espíritu. Y esas cadenas no atan porque son como el viento. No tengan miedo al espíritu.
Predicamos poco acerca del Espíritu que actúa en los corazones y los convierte, haciendo así posible la santidad, el desarrollo de las virtudes y el valor para tomar cada día la cruz de Cristo", afirma la IV Conferencia del Episcopado Latinoamericano ( S D . #40).
Podemos, también, tener miedo al Espíritu Santo y a dejarnos guiar por El. No parece tan tangible como el Padre o Cristo, tan preciso como "la ley del decálogo" o "la palabra de Dios escrita". A veces se ve con mucha claridad su presencia y cuál es su voluntad; otras veces nos cuesta discernirlo para no confundirlo con algo humano o una presencia del maligno. Sin embargo, hay que repetir con Jesús y Juan Pablo ll: "no tengan miedo". No tengan miedo al Espíritu Santo. El dejarse guiar par el Espíritu, el caminar según el Espíritu es una aprendizaje a realizar. Al principio no es fácil, pero si uno se decide a aprender a ser un varón o mujer del Espíritu, se marcha con seguridad y claridad.
Si me fijo en el binomio varón mujer, he observado que la mujer es más abierta al Espíritu Santo y le tiene menos miedo que el varón. Se deja más fácilmente guiar de El. Suele ser más "Espiritual". Pero tiene más dificultades para discernir al verdadero Espíritu de otros Espíritus. En cambio, el varón, que prefiere lo que puede controlar, lo racional y lo más seguro, tiene mayor dificultad para manejarse con el Espíritu y rechaza, con frecuencia, verdaderamente manifestaciones del Espíritu Santo, porque le parecen raras. Pero, cuando entra en las cosas del Espíritu, cuando busca ser "varón Espiritual", tiene normalmente más capacidad para el discernimiento que la mujer. En realidad, ambos deben complementarse, como lo hicieron Santa Teresa y San Juan de la Cruz: ella ayudó al P. Juan en el camino del Espíritu, porque él era abierto a ese camino y llegó a ser un místico, un experto de la vida Espiritual, al acoger gustosamente las enseñanzas de Teresa; pero al mismo tiempo ésta buscó la dirección Espiritual y el discernimiento del mismo P. Juan de la Cruz, porque sabía que lo necesitaba; y, entonces ella, Santa Teresa de Jesús, llegó a ser también una maestro, una experta en discernimiento como San Juan de la Cruz.