El amor verdadero no tiene gestos externos. Es un dejar fluir la corriente interior. Desde el interior deberían fluir hacia el prójimo las fuerzas del amor desinteresado y de la benevolencia. Apretones de manos y abrazos con muchas palabras de amor y apasionamiento es amor humano, es exagerado.
En el camino hacia la divinidad nos daremos cuenta que el amor verdadero que crece en nosotros no es algo exagerado; produce alegría interna profunda, franqueza y compenetración con el prójimo. El amor verdadero y por ello divino, no se vanagloria, es reservado y espera; sin embargo, se regala en todo momento donde es necesario y conveniente.
Por ello a los verdaderos sabios espirituales, se les considera a menudo como personas frías, faltas de amor y duras, porque no cultivan el amor exagerado, el amor humano, sino el amor desinteresado que fluye desde el interior y se une con lo interno en el prójimo.
No debemos imponer ninguna presión a nuestro prójimo, tampoco mediante un amor humano exagerado. Muchos creen poder convencer a su prójimo con amor y cautivarlos con ello. No obstante, esto significa abusar del amor. Cada persona tiene su libre albedrío y debe conservarlo.
El amor es un poder que fluye, sin muchas palabras ni gestos, a las almas de buena voluntad y que buscan. El amor a Dios y a nuestro prójimo no tiene nada en común con los gestos arrebatados y rebosantes que el ser humano está acostumbrado a definir como amor.
El amor interno creciente es la fuerza irradiante de Dios, que conduce a toda persona al silencio interno. El amor interno es una entrega tranquila, que se regala, una comprensión profunda del prójimo. Este amor verdadero, que posee el verdadero iluminado que vive en su interior, no es el amor exagerado que desea experimentar el hombre que se vuelca a lo externo. El amor exagerado es humano y no da testimonio de reconocimiento profundo ni de sabiduría divina.
El amor a Dios y al prójimo significa ponerse en el lugar del prójimo y desearle en silencio lo bueno y amoroso. El amor y la sabiduría de Dios es una fuerza espiritual que concede entendimiento, equilibrio, armonía, amor y paz a aquel que aspira verdaderamente a Dios. La vida terrenal es una escuela del amor y de la sabiduría divina. Quien ha terminado con buen éxito esta escuela, ha cumplido la finalidad de su vida terrenal.
Si el ser humano ve la finalidad de su vida en comer, beber, dormir y en la satisfacción de sus apetitos sensuales, es realmente un ciego espiritual y un necio, sin que lo sepa, él está atado a la cadena de la naturaleza animal y prisionero de todo aquello que le llega desde el exterior y lo determina.
El amor es el poder más grande en el Universo que traspasa todas las formas de vida. Deberíamos reconocer en todo la belleza de Dios y acoger todo en nosotros llenos de agradecimiento, respeto, amor y admiración. Entonces experimentamos a cada instante sucesos espirituales profundos e indescriptibles, en torno a nosotros y también dentro de nosotros. En ello muere nuestro yo humano y surge lo interno, el “Hágase”, la grandeza de nuestro Ser eterno
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