Cuántos de nosotros hemos sentido
en más de una ocasión haber estado en un lugar o haber vivido un
momento como si ya hubiera ocurrido, como un “Déjà vu”. Seguro que no
somos pocos.
Quizás sea porque nuestra existencia no es de ahora, tiene ya muchos
años. Y aunque esto parezca complicado, entenderlo nos simplifica la
vida.
¿Qué somos sino el producto de lo que traemos? Qué fuimos sino el producto de lo que somos?
Cuántos de nosotros quisiéramos retroceder en el tiempo
para sacarle un beso más a nuestro padre, sacarle una lágrima de
felicidad a nuestra madre, completar aquello que no pudimos concluir,
evitar aquello que no debió ocurrir. Si alguien nos dijera hoy que
podríamos voltear nuestra mirada y no desanimarnos por nuestro pasado
porque hoy le daremos alivio, nos parecería una ficción.
Quizás hoy no solamente nos veamos reflejados
en la sonrisa de un niño, sino que la encontremos muy familiar. Ese
carisma podría no ser algo casual. Y porque la casualidad no existe,
podríamos intentar reconocer a esa persona que en forma amigable y
desinteresada nos ofrece su mano y nos introduce en vivencias llenas de
virtud y de amor. La vida nos ofrece siempre una oportunidad más para
encontrarnos con ese niño, con esa mujer, con esa persona a quien no le
agradecimos, no le pedimos perdón, no le perdonamos lo suficiente.
Quizás
aquel que está a nuestro lado y no lo reconocemos, sea como ese “hilo”
que faltaba en ese manto que venimos tejiendo hace mucho tiempo, ese
hilo tan especial…
Solemos escuchar frases como “el mundo es un pañuelo” y tiene mucho sentido.
Reconocer que no sólo somos materia, nos introduce en un estado
lleno de conocimiento. Aceptar que además somos seres espirituales nos
permite entender. Entender
que las cosas pasan por algo, entender que ayer estuvimos juntos y que
hoy nos reencontramos, entender que nuestra proyección llega a todos los
confines de la Tierra, entender que entramos a una dimensión sin
límites, entender que una buena acción que hagamos hoy, mañana la
veremos multiplicada por 100, por 1,000 o por mucho más, entender la
Obra de Dios.
Y para entender la Obra de Dios, sólo tenemos que contraernos y
mirarnos a nosotros mismos. Mirar, oler, palpar, vibrar, sentir a través
de nuestra propia esencia, de la conexión que tenemos con nuestro
Creador.
Es que al soltarnos y liberarnos, nos dejamos llevar por esa voz interna que no es más que esa línea de comunicación que Dios mantiene
con nosotros para hablarnos, aconsejarnos, mimarnos, cuidarnos, para
que nada malo nos pase. Sin embargo nosotros nos empeñamos en entorpecer
ese hilo, en hacer oídos sordos a su mensaje, a acomodarnos a lo
establecido, a no cuestionar nada, a no despertar nuestros sentidos, a
no entrar en nuevos estados, a no evolucionar.
Quizás hoy tengamos que responder por las ofensas de ayer. Quizás las
ofensas de hoy las llevaremos al mañana. Bueno, de cualquier forma, si
estamos atentos y somos observadores, podremos dar lectura a esas
respuestas. Todo tiene una correlación. Una cosa trae la otra y hoy
nosotros tenemos la bendición de corregir y subsanar.
No podemos permitir que estos hechos ocurridos ayer interfieran
nuestra felicidad de mañana, no podemos llevar tanta carga, no podemos
hipotecar nuestro futuro.
No nos olvidemos que un error que traemos del pasado no sólo lo
llevaremos en nuestra conciencia. Podría pesar mucho, pero sobre todo
podría replicar en nuestra materia. Y
el día de mañana no podremos respondernos a tantas interrogantes sobre
sufrimientos, enfermedades o estigmas; que pretenderemos llamarlas
erróneamente “karma”o justificarlas dándole cualquier nombre y
explicación, por no encontrarle su verdadero origen.
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